martes, 16 de febrero de 2010

EL BUENO DE JUAN - Cuento

EL BUENO DE JUAN

Marta Julia Ravizzi

Cómo explicaría que aquella tarde, el bayo era fija, el bayo pagaría una enormidad y él había jugado hasta el último peso. Y sin embargo.
Cómo entender que su única posibilidad se había mancado a los diez segundo de comenzada la carrera, al chocar con el caballo que doblaba por los palos. Cómo entender que se lo llevaban de la pista, que su fija sería sacrificada en unos momentos más.
Sabía que debería enfrentar los hechos, dejar una carta explicando el porqué de todo. Solamente así podría recuperar el respeto de Juan, de Cecilia, ahora perdida en el tiempo irremediablemente. Solo el suicidio podía devolverle un poco de dignidad, aunque.
Se sintió un cobarde, se despreció íntimamente y sólo atinó a sacar un pasaje, los más lejos posible y desaparecer. No podía enfrentarse al bueno de Juan, no podía contarle la verdad. Prefirió huir, llevándose una buena cantidad del dinero que estaba dispuesto para pagar a los operarios y no sintió pena, ni siquiera remordimiento. Quería estar lejos, muy lejos.
Casi todos dormían. Él, sólo tenía los ojos cerrados. Los labios apretados eran el gesto indiscutido de la bronca.
Sensaciones desencontradas agitaban su pecho. No dejaba de recordar cuantas tardes mezclándose entre tantos iguales a él, depositaba su esperanza a las patas de un caballo. Tantas tardes y tantos sitios, siempre lo mismo, siempre el mismo modo, como si todo fuera parte de un mismo ritual, que sin equivocarse, repetía los fines de semana, en todas las carreras.

Siempre tuvo mañas. Desde chico.
Como cuando estaba en la primaria, los lápices de colores eran desgastados por el sacapuntas, porque todos debían tener el mismo largo, para que quedaran parejos, con una punta tan fina como una aguja de costurera. Lo primero que hacía a la vuelta de la escuela era preparar los colores. Así se consumían durante el año, varias cajas, con el resultado de los rezongos de la vieja.
Recordaba su adolescencia, cuando el juego entró en su vida. El truco en los recreos, al principio por una gaseosa o un sandwich, pero a medida que se le sumaban los años, el precio fue otro. Primero monedas, mas tarde billetes, pero siempre ese afán de apostar, aunque perdiera.
Tenía apenas treinta años cuando entró en la compañía. Inteligente, con aptitudes para el manejo de personal y de papeles. No desaproveché la oportunidad y me deslomé en demostrar que era el empleado perfecto y eficiente que estaban buscando. Yo solo me gané la confianza y respeto de los demás, sobre todo del bueno de Juan. Todo un logro.
Inestable en sus acciones y en sus afectos, la compulsión fue su aliada y también su carcelera. Jamás dejaba su departamento sin antes volver a entrar, cerciorarse que las luces estaban apagadas, lavarse las manos, una y otra vez cerrar las canillas, una por una. Siempre lavarse las manos, como si eso fuera una parte inseparable de su vida.

La lluvia de esa noche era propicia, invitada especial para que lo acompañara durante el viaje que había emprendido unas horas atrás.
Otra vez los recuerdos, aquél desorden en su vida que le costó mucho más que dinero. Cuando Cecilia supo que los pesos ahorrados por los dos, con el propósito de comprar la casa en donde íbamos a vivir juntos, se había esfumado en el paño verde del Casino Central y en el Hipódromo de San Isidro, m gritó que no la vería más, que ya no confiaba, que todo se había terminado entre nosotros. Hipócrita, aprovechador, sinvergüenza, insultos mojados con lágrimas acompañaron los gritos de Cecilia. Sentí sobre mí todo el peso de ese adiós y el desprecio que escapaba de los ojos de ella. Desde entonces tuve que vivir con aquella imagen que seguía doliendo como el primer día.
Con el tiempo se fue habituando y ya no pensó en formar una familia, tener hijos, llegar a una vejez rodeado de afectos. Todo aquello estaba perimido para él. No tuvo más remedio que conformarse, sabía que jamás iba a modificar su vida.
A cambio de tanta pérdida, se aferró más a los caballos. Siempre tenía una fija imperdible, que, indefectiblemente lo llevaba al mismo sitio.
Cuando el micro mordió la banquina y la lluvia lo arrastró un trecho largo en el que el chofer no pudo dominar el colectivo, los pasajeros, despiertos por las sacudidas, empezaron a gritar.
Los lamentos de dolor del pasaje se mezclaban con sus pensamientos. No entendía qué estaba pasando, pero sintió un gran alivio.
Todo era un caos y el miedo se apoderó de los que viajaban. Aquellos gritos tenían el color del miedo. El olor del miedo. Solo él tenía una expresión de liviandad, casi color verde, parecido a la esperanza.

Nuevamente Cecilia se metió en él. Recordarla le causaba un dolor agudo, persistente. No pudo defenderse. Quiso devolver el dinero usurpado, pero nuca llegó a conseguirlo y así, ese tramo de su vida se fue envolviendo en la neblina gris del olvido, pero a veces, como ahora, volvía con más fuerza, con más precisión y eran aquellos ojos los que acusaban sin palabras.

Dentro de la oscuridad, en medio de bolsos que caían desde las bandejas, pensó que eso era el fin. No tuvo temor, mejor todavía, sintió una suerte de alivio. El destino se encargaría de hacer lo que él no se había atrevido.
Era una suerte.
Siempre se consideró un maniático en todo, desde lavarse las manos quince veces por día, hasta ponerse determinada camisa en determinado día de la semana. Era un cabalista, y todo lo dejaba en manos del azar.
Compulsiones varias rondaban su vida: el juego era la mayor.
Cuando era más joven, cuando todo se hizo un magma espeso y su razón se volvió turbia, comenzó a tener actitudes fatalistas frente a la vida. Así fue que no temía al resultado de sus actos, el azar se encargaría de enderezar las cosas, y si el azar no llegaba en su ayuda, en un último intento desesperado por recobrar la cordura, sabría que tendría que hacer. Solamente necesitaba un poco de valor, unas líneas para Juan, clara, que no dejaran dudas cosa que entendiera. El bueno de Juan seguro que iba a comprender y justificaría todo, incluso esto último, pero hay que juntar fuerza y coraje cuando sea el momento.
Desde que salieron de Retiro, el aguacero no los había abandonado. En plena ruta ni siquiera se divisaban bien los carteles, imposible leerlos o entender que es lo que indicaban. Daba la impresión que los choferes conducían de memoria, el agua era una cortina espesa que no dejaba ver ni siquiera las banquinas.
Él en cambio recordaba todo aquello que intentaba inútilmente olvidar. Este viaje imprevisto, esta huída, le molestaba en la piel y en los huesos. Sabía que tenía que irse lejos porque no se animó. Porque no tuvo coraje.

Trabajó siempre impecablemente, tan perfecto era todo, que hasta se dio el lujo de llevar dos juegos contables, por las dudas. Juan no se detenía a mirar esas cosas, confiaba. Porque ese es mi secreto, tengo bien detallado todo lo que fui sacando de la compañía, porque sé que voy a poder devolver peso sobre peso y nadie se va a enterar. Un día, estoy seguro.
El derrape del micro era la solución, estaba tranquilo, esperaba.
Mientras tanto, los aullidos del pasaje se hacían más fuertes y más agudos. Mujeres y chicos lloraban, mientras todo daba vueltas. Vidrios rotos, sangre.
No tuvo miedo, el miedo era de los otros. Él casi respiró tranquilo, seguía con los ojos cerrados.

Los caballos tenían para él un magnetismo imposible de resistir. Una y otra vez terminaba en las boleterías del hipódromo, jugando siempre al animal que no ganaba. Una y otra vez salía de allí con un gusto a derrota en la boca y los bolsillos vacíos. Alguna vez se daría la buena. Algún día el dato tendría que ser cierto, entonces sí podría reponer todo el dinero que había tomando de la empresa. Esa empresa que con los años llegó a habilitarlo como Socio Gerente, llegando a ese puesto mediante el trabajo arduo y constante, mediante su habilidad para las finanzas, los emprendimientos que hicieron crecer a la compañía.

Por eso, no se preocupó, él sabía que Juan iba a entender. Cómo no va a entender, si somos más que socios, casi hermanos, tantos años juntos, ¡mirá si no me va a comprender!
Juan justificaría la sustracción cuando devolviera lo que había tomado prestado, lo que había disfrazado en los libros contables de talo forma, para que no se notara, que no fuera tan evidente.
El bueno de Juan nunca revisaba los libros. Era una suerte, daba más tiempo. El bueno de Juan nunca sospecharía de mi, si somos como hermanos. De cualquiera, menos de mi.

Aquella tarde el dato del Negro Tapia era seguro. Conocedor de los caballos el Tapia, íntimo de los jockeys que corrían en san Isidro. Me dijo que el bayo Tartufo era número puesto. ¡No podía fallar!.
Allá fueron todas las apuestas y la esperanza.
Mientras se preparaban detrás de la largada, sentía ese sudor helado que le recorría el cuerpo. Las manos transpiraban y se iban tiñendo con el color del programa de las carreras de esa tarde. El corazón palpitaba como si estuviera mimetizado con el del caballo, galopaba como si un viento oscuro lo moviera a su antojo. Se pasó el pañuelo por los ojos, la frente. Sintió nauseas, un mareo sordo hizo que se apoyara contra la columna de la segunda galería. Sintió frío a pesar de estar en noviembre. En minutos más se decidiría su suerte: ganar o morir.
La lluvia torrencial llegaba en su ayuda. Ella haría lo que él no se animó a hacer.
Sintió como una lanza honda entraba a la izquierda del tórax y de pronto todo fue más oscuro y silencioso. Ya no escuchaba gritos ni llantos, solo un susurro, y la noche era enteramente negra, fríamente azabache.

Otra vez en frente a sus ojos el espectáculo del disco, otra vez llegaba primero el caballo al que no había apostado. Nuevamente los ojos vacíos destilaban el gusto agrio de la negación.
Tantas tardes de sol irreverente en las que su sombra se arrodillaba detrás de la empalizada. Tantos días grises y gélidos de julio, en los que el corazón debía trabajar dos veces ante su propia angustia, mientras sus manos transpiraban la tinta de La Fija, ese folletín impúdico que lo estremecía solo con repasar cada carrera, nombrar a cada jockey, reconocer cada caballo.

Despertó después de no sabía cuánto tiempo. ¿Días, semanas? En una cama desconocida, un olor raro, como si fuera desinfectante, olor a curación, a hospital. Quiso moverse y un dolor agudo le atravesó el cuerpo.
Quiso mover el brazo, pero su mano estaba sujeta a la cama por un aro de metal.
El policía de turno levantó sus ojos del periódico, lo miró, no dijo nada.
Él, entonces, recordó al bueno de Juan.


1er PREMIO: 3er Concurso Literario El Meridiano de la Palabra SADE Seccional Entre Ríos Paraná

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