martes, 16 de febrero de 2010

EL HIJO - Cuento -

EL HIJO

(Reescritura del poema SILBANDO de Miguel A. Camino)

Marta Julia Ravizzi
“…Con ese tu silbo/te vide ayer tarde/llegar por la huella/
trayendo a nuestro hijo/cruzando la cruz de tu bayo/como una maleta…”
Miguel A. Camino

Los disparos sonaron sordos y seguros. Al momento el cuerpo sin vida del muchacho estaba tendido al pié del mostrador. Los pocos clientes que estaban desparramados por las mesas se levantaron, y sin pronunciar palabra fueron saliendo, antes que llegara la policía.
El agresor miró hacia ambos lados y después fijó la vista en el cantinero, como advirtiéndole no decir una sola palabra del hecho. El dueño del local bajó la vista, como asintiendo, entonces el homicida salio tranquilo y se perdió en la noche.
Cuando le avisaron al padre que su hijo estaba muerto, silbando, contrajo el rostro pero no volcó ni una sola lágrima. La mujer lloraba por los dos. En cambio él, hombre rudo, de pocas palabras, tosco como las piedras de los cerros que lo vieran nacer, como la greda al borde del camino, no desperdició sal ante la noticia. Simplemente ensilló su caballo y sin decir nada salió al galope, fue a buscar el cadáver y recorrió las doce leguas que lo separaban del pueblo con el hijo en la cruz del caballo. Siempre silbando le dio sepultura cerca del viejo algarrobo, donde descansaban sus padres.
La pobre mujer quedó sumida en su propia angustia, sabía que poco podía contar con el hombre. Nunca tuvieron un dialogo más o menos fluido, es más, entre ellos solamente habían diferentes tipos de miradas, que hablaban por los ojos en vez de usar palabras. Así ella sabía si él quería un mate, si estaba cansado o simplemente si quería hacer el amor.
Solamente miradas, casi nunca una palabra. Con el hijo fue otro tanto, pero el muchacho había salido del rancho ya hacía un par de años y vivía su vida. De vez en cuando volvía, por la madre nomás, y cruzaba algún que otro saludo con el padre. De lo que estaban ambos seguros era que el hombre los quería. Tal vez más al hijo que a la mujer. Era su único hijo, su íntimo orgullo.
El muchacho trabajaba en el pueblo vecino, como oficial matricero, oficio que había aprendido lejos de su rancho. Cuando salió de su casa y se instaló en el poblado mas cercano, conoció gente de todo tipo, de la buna y no tanto, pero un viejo artesano le tomó cariño y le enseñó el oficio de las matrices, y así empezó a trabajar, desde el arreglo de un arado hasta realizar una pieza de un molino, el chico aprendió todo. Así fue ganando prestigio y algunos pesos extras, que nunca le venia mal. Pudo alquilar una pequeña casita al final de la calle mejorada, toda para él, con un pequeño jardín al frente y mucho fondo. Quiso traer a la madre unos días, pero la mujer seguía atada al hombre, quizá por respeto, por obligación o porque en realidad lo quería, y ni ella misma se había dado cuenta hasta ahora.
Como era de imaginar el amor no se hizo esperar. El chico, buen mozo, fuerte, de mirada franca en unos hermosos ojos negros. Negros y misteriosos como la noche, le decían, y era cierto. Solamente cometió un error: enamorarse de la mujer equivocada. La muchachita, que no contaba con más de diecisiete años era hija del relojero del pueblo. Hermosa niña, trenzas renegridas, con una sonrisa perfecta, cuya blancura le iluminaba la cara. Talle fino, toda tan delicada que no caminaba, acariciaba el campo o las calles con su paso.
El problema no fue ella, puesto que también se enamoró del muchacho, sino que entre ellos surgió un otro, el hombre que la pretendía.
Los pueblos chicos tienen la particularidad que todos saben todo de todos, aunque nadie diga nada. Este no fue la excepción y estos amores casi adolescentes fueron marcados por la obsesión y el poder. Quién pretendía a la muchacha era el hijo mayor del intendente, político ancestral de la zona que había accedido a esa función hacía más de quince años y no de forma muy limpia.
Amores que no progresaron. Una tarde, cuando el muchacho se encontraba en la taberna del pueblo, entró un hombre armado y sin decir nada le disparó seis tiros a quemarropa. Nadie contó nada a la policía, que tardó lo suficiente en hacer las cuatro cuadras que la separaban del lugar, como para que el criminal tuviera tiempo a escapar.
Pero, como dijimos antes, aunque nadie hable las cosas se saben, y el padre del muchacho se enteró cómo y por qué mataron a su crío. También supo que hacer.
Cuando ensilló su zaino supo hacia donde debía ir y hacia allí enfiló. No lo detuvo ni el llanto de la mujer ni sus suplicas. Silbando bajo salió otra vez al trote y recorrió nuevamente las doce leguas, siempre silbando, pero ahora solo al trote, como pensando en lo que iba a pasar.
Cuentan los baquéanos del lugar que después de enterrar al muchacho, el hombre llegó al poblado y buscó al hijo del intendente. Lo encontró y lo siguió a la distancia. Cuando la ocasión se dio, lo enfrentó en un paraje algo solitario y lo mató de doce puñaladas: una por cada legua en que anduvo con el cadáver del hijo a cuestas.
Desde entonces purga su condena en una cárcel alejada, siempre silbando, silabando. Su silbido se parece a una lágrima largamente contenida, o tal vez sea la forma de decir que, aunque está entre rejas, él hizo justicia.

1er. PREMIO: JUEGOS FLORALES SUREÑOS 2006 - CORONEL DORREGO

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